La izquierda dominicana, atrapada en su laberinto de contradicciones y su incapacidad de articular un proyecto político unificado, ha quedado relegada al papel de un fósil ideológico. Este panorama no solo refleja su aislamiento frente a la realidad social del país, sino también su evidente incapacidad para proponer una visión aglutinante que trascienda los sectarismos y las luchas intestinas que la caracterizan.
Desde hace décadas, esta corriente política ha demostrado ser una fuente inagotable de demagogia, simulación y falta de escrúpulos. En lugar de constituirse como una fuerza renovadora y transformadora, se ha hundido en el mar de sus contradicciones, atacando visceralmente a regímenes que, paradójicamente, comparten afinidades políticas con sus propios ideales, pero que a su vez reproducen redes de corrupción, violencia y colusión política. Este doble discurso, sostenido por una praxis oportunista, ha minado su credibilidad tanto a nivel local como internacional.
Un ejemplo paradigmático de esta contradicción es el apoyo de la izquierda dominicana a la espuria deriva autoritaria y dictatorial del régimen de Nicolás Maduro en Venezuela. En un acto de entrega política que evidencia su desconexión con los valores democráticos, han respaldado un gobierno señalado por crímenes de lesa humanidad, documentados por organismos internacionales, y responsable de sumir a su país en una crisis humanitaria sin precedentes. Este alineamiento no solo contradice cualquier discurso de defensa de los derechos humanos, sino que desenmascara la falta de escrúpulos y el oportunismo político que define a este sector.
Desde la perspectiva teórica de Ernesto Laclau, quien analiza cómo las demandas populares pueden articularse en torno a un discurso político hegemónico, la izquierda dominicana enfrenta un obstáculo fundamental: su desconexión con las "necesidades primarias" que movilizan a las masas. Incapaz de sintonizar con las urgencias y demandas de los sectores empobrecidos y marginados, ha cedido terreno a fuerzas políticas que, aunque igualmente cuestionables en su ética, logran establecer una relación simbólica más efectiva con el pueblo.
Este descalabro no es casual. Al estar unida, directa o indirectamente, a minorías rapaces que anteponen sus intereses personales o grupales al bienestar colectivo, la izquierda ha perdido su capacidad de liderazgo moral y político. En lugar de construir puentes con las mayorías populares, ha quedado atrapada en un discurso vacío, plagado de referencias a una lucha ideológica que poco resuena con la realidad del dominicano promedio.
Al mismo tiempo, el país enfrenta la articulación de una derecha rabiosa inspirada en un movimiento reaccionario que utiliza el odio mediatizado y la descalificación como manifestación de la antipolítica. Este radicalismo, impulsado por voceros que catalizan el racismo, la teocracia, la misoginia y la discriminación, demanda una respuesta urgente y contundente. Frente a este desafío, será necesario construir un torrente amoroso, un movimiento que, por ósmosis, logre unir a todas las células dispersas en la sociedad para crear un sistema de protección inmune contra esta amenaza ideológica. Solo un proyecto basado en los principios de inclusión, respeto y justicia podrá enfrentar este radicalismo y sus agentes de odio.
Para quienes defendemos la prosperidad compartida, el compromiso de robustecer un Estado eficiente que garantice una protección integral del bienestar, y quienes protegemos los derechos de las minorías excluidas, este escenario representa una burda instrumentación politiquera que no puede ser tolerada. Nos queda el desafío de construir una alternativa que no gire en los ejes de los extremos, sino que encuentre su norte en una brújula moral incuestionable, capaz de guiar al país hacia un horizonte de justicia, equidad y progreso sostenible.